domingo, 25 de febrero de 2007

Confesión

A_Letter_to_Alessandra-William Whitaker

'El instinto poético se despertó en mí gracias a la percepción más aguda de la realidad, experimentando, con un eco más hondo, la hermosura y la atracción del mundo circundante. Su efecto era, como en cierto modo ocurre con el deseo que provoca el amor, la experiencia, dolorosa a fuerza de intensidad, de salir de mí mismo, anegándome en aquel vasto cuerpo de la creación. Y lo que hacía aún más agónico aquel deseo era el reconocimiento tácito de su imposible satisfacción'
Cernuda


Escribo porque me salva, porque es lo único que me queda, porque fija un sonido, unas luces, el final de un acto de amor, el escenario de unas horas de deseo. Escribo porque están conmigo los que ya nunca estarán, porque bajo al mar desde la mesa donde apoyo la cuartilla y me quedo quieto en la memoria de un cuerpo, y prolongo unas voces hasta perder la noción del tiempo (días y años juntos, apretados en un instante que me deja sin defensa). Escribo porque al abrir el seno de una palabra encuentro la iluminación última del beso, porque pronuncio a solas mi única verdad: ésa que después desmiento con mi vida. Escribo porque hay un llanto íntimo que me purifica desde que comienzo a hacer signos en el papel, porque poseo las cosas desde su respiración humana y puedo habitar aquello de lo que fui desterrado. Escribo para ser joven y alimentar una esperanza radical, para tener lo que no tengo y escuchar lo que nunca me dijeron. Escribo porque nunca fue más bello el engaño.


De La rosa inclinada (poesía 1976- 2001), Madrid, Calambur, 2001).
Javier Lostalé






Almas en un bolso (III)

La sociedad nos ata, pero somos nosotros quienes nos resistimos
a soltar las cadenas...

Nada es para siempre. La infancia se pasa antes de acabar la última merienda, la adolescencia se esfuma al superar el acné, de repente te haces mayor, y cuando quieres darte cuenta, aquella cama tan cómoda resulta que era en realidad la mesa de las autopsias. Del amor eterno de los matrimonios lo más perdurable son los muñecos de la tarta, la minuta del abogado y la pensión de alimentos. Consuela mucho saber que también nuestros fracasos son pasajeros y que los errores que no pueda remediar el perdón, con un poco de suerte los resolverán a medias el tiempo y el olvido. Ni siquiera vale la pena entusiasmarse con el recuerdo de los éxitos porque sólo se gana una vez la misma carrera y con el paso del tiempo lo que te queda en el recuerdo es la nostalgia del triunfo y la falsa sensación de un aplauso remoto y retrospectivo que a donde pertenece no es al puntual pálpito de la vida, sino al formol de las efemérides. Me preguntó una madrugada mi querida M. como pensaba yo que la recordaría años después de haber fracasado lo nuestro. Supuse que estaba preocupada por si me quedase de ella el recuerdo de aquellas desenfrenadas noches en su cama, sumidos en el vocerío fisiológico de la delirante y sincera obscenidad. No necesité mentirle para tranquilizar sus expectativas: "No te preocupes; siempre te recordaré vestida". No le mentí. Es así como la recuerdo a ella y como recuerdo a otras mujeres con las que compartí parecidas circunstancias. Supongo que las recuerdo vestidas por algún extraño mecanismo sicológico, o por un misterioso decoro nemotécnico, tal vez por la misma razón por la que cada vez que veo el silencioso rostro fotográfico de Ava Garder, se me viene a la cabeza la voz de Frank Sinatra. "Hagamos lo que hagamos, amiga mía, no habrá un mal momento que no recordemos luego con una mezcla de nostalgia y gratitud, con esa pizca de melancólica congoja con la que recordaríamos haber vivido una extraña y breve primavera en la que las flores hubiesen brotado con los pétalos podridos en el suelo, y eso es así, querida M., porque vivimos lo nuestro con demasiada intensidad y nos quedamos sin sueños nada más meternos en cama". Nada es para siempre, muchacho. Todo se pudre inexorablemente. Se pudren las flores, se mustian los cuerpos y se malogran los planes. Dicen que la del amor es una música maravillosa y puede que sea cierto, pero cuando llevas mucho rato escuchando una melodía, al final tienes la sensación de que lo único que suena sincero es el armazón de la pandereta. ¿Y qué ocurre con la belleza? Poca cosa, amigo. El tiempo, como el fuego, acaba con todo, y bien sabemos que las llamas de un stradivarius tienen la misma forma que las llamas de un laúd. ¿Qué queda de Marilyn tantos años después de su muerte? Queda el benefactor recuerdo de la belleza puntual de su juventud, aquella sonrisa que indultaba la tristeza de sus ojos fracasados, su vestido blanco ondeando en el mástil invertebrado de la brisa del metro de Nueva York, la greguería de su pose en un puñado de calendarios, la sombra de Sinatra divagando al trasluz en su alma, la mirada entornada por la mortal presbicia de una sobredosis de barbitúricos, y el rescoldo de nuestra juventud, muchacho, que se fue malogrando mientras aspirábamos a dar con alguien como ella, una mujer excitante pero pasajera, alguien en cuya compañía incluso valiese la pena sentirse solo, como acabó lo mío con M., aquella chica que me llenó de sudor y gimnasia, de sexo y de irresponsabilidad, hasta que llegó el día en el que a nuestros cuerpos les falló la literatura y la música, prendimos la luz de la alcoba y descubrimos con razonable desilusión que habíamos necesitado dos docenas de revolcones para alcanzar la sucinta y rabiosa espiritualidad que los perros conseguían sin copas, a plena luz del día y sin quitarse la ropa. Naturalmente, superamos la decepción de aquel instante y conservamos el afecto en el que se convirtió lo nuestro. Yo me sobrepuse tomando unas copas en la barra de "El Corzo", y ella, ¡Oh, Dios!, ella recobró su dignidad tan pronto mudó la cama y puso en marcha la lavadora. Así de fácil. No volvimos a vernos pero la recuerdo con cariño, como supongo que me recuerda ella a mí. Sabíamos que aquello acabaría como acabó. Si algo sucio hubo entre nosotros, sin duda quedó oculto para siempre entre el redentor aroma del detergente, ese sucedáneo de la decencia. Y en cuanto a su cuerpo, recuerdo que su desnudez convertía en crisálida la algodonosa luz de la vela. Así son las cosas, muchacho: ella acabó de protagonista en mi letra, y yo, maldita sea, yo seguramente no pasé de ser la mancha más persistente de su colada...
José Luis Alvite






jueves, 22 de febrero de 2007

Almas en un bolso

"Restaurador de Almas". Israel Zzepda

Reconozco que me apasiona la complejidad emocional de las mujeres pero he de admitir también que a simple vista lo que más me llama la atención de su alma es la silueta de su cuerpo y que mi primera intención no es precisamente meterme en su cama para leer las obras completas de Pérez Galdós. Esa es sin duda la razón por la que muchos hombres dan por concluida una relación justo cuando se dan cuenta de que ella lo que espera no es exactamente un revolcón, sino algo más profundo, siquiera sea un simple destello de sensibilidad, un chispazo de literatura, un rasgo de aparente eternidad que convierta el contacto sexual en algo más que sudor y dentelladas. A los adolescentes de mi generación se nos decía que las mujeres se excitaban frotándoles determinadas partes del cuerpo, pero no tardamos en descubrir que aquella estúpida teoría sólo era realmente eficaz para calentar la baquelita y que las mujeres eran un mecanismo mucho más complejo y delicado, un asunto lento y fascinante cuyo acaloramiento requería una mezcla de conversación y delicadeza, impulso y ternura, tenacidad y elegancia, sin olvidar, claro, que en el paroxismo de la excitación sexual muchas mujeres experimentan una mezcla de placer y tristeza, como si necesitasen que alguien las consolase de esa felicidad que se les acumula al mismo tiempo en el pubis y en la conciencia, lo que explica que en muchos casos su reacción inmediata a raíz de la tórrida felicidad del sexo sea levantarse al baño y asearse. También suelen cambiarle lo antes posible las sábanas a la cama, acarician al perro, se cepillan el pelo y ponen en marcha la lavadora, que es la gran conquista sicológica de la conciencia femenina. Si eres sensible aceptan permanecer en cama a tu lado mientras les hablas. A los hombres con la extenuación del ajetreo sexual se les agrava la voz y entonces todo lo ocurrido habrá valido la pena porque condujo a un final literario, a una extenuación elegante mientras en la penumbra amaina la llama de la vela y hacéis planes para el pasado. A las mujeres les gusta mucho escuchar la voz de un hombre mientras se urde al ralentí en la hondura bronquial del pecho. El cansancio suele producir franqueza y no hay un solo hombre que no resulte interesante en ese instante de sublime claudicación que se produce cuando se desvanecen los instintos y aparecen la integridad y la conciencia. Naturalmente, sin perder ese puntito de vigor que recuerde sus instantes de insolencia, ese matiz de tosca y aparente insensibilidad que hace que las mujeres se fíen de los tipos sólidos y transeúntes que en realidad casi solo existen en las películas, como era el caso de Bogart, al que ninguna mujer imagina cruzando la calle armado con una bandeja de pasteles en la palma de la mano. Cada uno tiene sus propias experiencias al respecto y en mi caso la experiencia me dice que tiene que haber en el atractivo masculino algo de pernicioso, una especie de misterio que más vale no conocer a fondo, porque podría ocurrirnos como con el humo del tabaco, cuyo halo literario y cinematográfico se desvanece tan pronto descubrimos que contiene benceno, nitrosaminas, formaldehído y cianuro de hidrógeno, es decir, un puñado de cosas que parece mentira que quepan en el aliento de un hombre. A fin de cuentas, tampoco nos conviene mucho profundizar en el mundo emocional de las mujeres. Sabemos de ellas que son fascinantes y complejas, que no se ponen una ropa que no les favorezca al alma tanto como al cuerpo y que utilizan el dentífrico para limpiar los dientes y la conciencia, todo ello muy interesante, pero acabaríamos con la emoción si desentrañásemos sus misterios más profundos. Soy de los que procuran indagar en el alma femenina y disfruto con ese instante de terminal franqueza que sobreviene con la extenuación del sexo, justo cuando incluso el sudor les huele a café, pero hay límites que jamás sobrepaso. Temo decepcionarme. Puede que sea cierto que muchos hombres no tienen un solo enigma que no salga en su orina. También es probable que ellas tengan un mundo interior más sutil, pero mi experiencia me dice que una mujer es más interesante cuando sólo sabes de su alma lo que queda sobre la cama al vaciar el bolso para buscar a la luz de la vela el teléfono de su peluquero, ese fino estilista que, de paso que les estiliza el pelo, les masturba la nuca y les anestesia el alma.

Jose Luis Alvite

lunes, 19 de febrero de 2007

Los ausentes

Hoy estoy herido de soledad y ausencia.
De fondo se escucha “Ascensor para el cadalso” de Miles Davis,
el repicar de la lluvia en los cristales
y el incesante tráfico de la calle.
No hace frío,
pero echo de menos el calor de tu cuerpo,
la suavidad de tu piel
y tus ojos…
esos ojos que me hacen hermoso,
porque mi belleza está en ellos.

Joshua Naraim

LOS AUSENTES

Avanzan sus rostros en el silencio. Son los ausentes. Nos llaman con la voz transparente de los sueños. Están tan cerca que no necesitamos levantar los ojos para verlos. Somos nosotros los que vemos a través de ellos, por eso nos nublamos en los días más radiantes y en medio del huracán oímos la delgada música de una rosa. Los ausentes son nuestra memoria. Sus pasos conducen a la infancia que se oculta siempre en lo perdido. Y cuando estamos solos afinan nuestro corazón con la honda verdad albergada en lo que no existe. Respiran junto a nosotros envolviéndonos en un humo luminoso que rescata: de la casa la penumbra cálida de una mano materna; del primer amor la alteración misteriosa de la vida que late con el pulso de otro ser; del llanto su quieta celebración final; del beso su cielo desvanecido. Loa ausentes nunca cicatrizan dentro de nosotros. Existimos desde su herida. Nuestras palabras transitan por el mudo idioma de los signos que nos dejaron, por eso siempre dicen más de lo que dicen. Los ausentes nos hacen señas desde las brasas de una fotografía, desde el muñeco de trapo derrumbado en el salón, desde el racimo de luz que al atardecer tiembla en nuestra mesilla de noche, desde la altitud que alcanzamos en nuestros sueños… Los ausentes se alegran con nosotros porque en su inmovilidad cantan sin tiempo aquella mañana feliz. Y se entristecen como un crepúsculo al que se le da la espalda cuando vemos cómo todo se aleja y, sin respuesta, todavía lo amamos. ¿Qué sería de nosotros sin los ausentes? Nos quedaríamos sin historia, opacos. Nuestro corazón latiría sin la música de ningún paisaje. Nuestro cuerpo sería invisible, porque nuestro cuerpo lo construyeron todos los seres que amamos. Sería un cuerpo sin esquinas, sin lagos, sin precipicios. Sería una piel muda, sin la hoguera de la memoria de otro cuerpo. ¿Qué sería de nosotros sin los ausentes? Conoceríamos la esterilidad, el inconsolable dolor de nunca en nadie poder amanecer. Nos perderíamos sin que nadie nos buscase. Caminaríamos por una soledad sin imágenes. ¡No, que vengan! ¡Qué nunca se apague el astro de su memoria! ¡Qué nuestra sangre canta su sombra!

Javier Lostalé (De "La Rosa inclinada")






martes, 13 de febrero de 2007

La frontera


Todos vivimos en la frontera, a un paso de la felicidad y a otro del abandono y el desamparo. Somos unos refugiados sin territorio que estamos pendientes de que alguien nos nombre para sentirnos habitantes de algún lugar. Nos vestimos cada día sin saber cuántos grados de soledad seremos capaces de alcanzar, o si, por el contrario, nos sucederán tantas cosas que hasta nuestra chaqueta se sentirá extraña. Y al arribar la noche no sabremos dónde estamos, cuánto nos queda para llegar a la maravilla o al precipicio. Libramos una batalla con nosotros mismos en la que somos reyes y mendigos. Mientras nos ponemos la corona del triunfo o del dinero, nuestro corazón despojado muestra sus harapos. Todos vivimos en la frontera, en la invisible línea que separa palabra y silencio. Hablamos y no hacemos sino callar lo que realmente queremos decir. Guardamos silencio y nos desnudamos de tanto contar. Abrimos una puerta y cerramos un sueño. Tapiamos una ventana y los ojos se queman con el paisaje. Recibimos una carta y el tiempo pasado borra sus letras. Entre lo claro y lo oscuro navega nuestro pensamiento, y arde cuando sólo quedan las cenizas. Toca la verdad pero se ve deslumbrado por la mentira. Su alma es la razón y, sin embargo, a veces delira. Nada es como es y todo es como nunca fue. Así, instalados en esta frontera del desconcierto, transcurrimos. Nuestros labios mueven el aire del beso y una piel se estremece mientras huye. Nuestras manos se tienden sobre un cuerpo y se vuelven sordas. Queremos hacer algo y nos llaman de otra parte. Nos quedamos quietos y giramos veloces empujados por deseos y presencias. Perseguimos lo imposible y pasamos de largo ante lo que nos ofrece su compañía. Afirmamos estar enamorados y nunca medimos el amor por la calma de los días. Decimos «sí», y sólo pensamos en nosotros. Escribimos «no», y entre las dos letras tiembla la duda. Plantamos una rosa y crece sólo la herida hecha por sus espinas. Todos vivimos en la frontera, anudados a la paradoja, sirvientes del dolor en la alegría y de la ignorancia en el saber. Todos vivimos en una lágrima dentro de la felicidad. Todos tenemos lo que perdemos y escuchamos lo que no nos dicen. Todos habitamos aquello de lo que fuimos desterrados. Todos pregonamos unos principios desmentidos luego por nuestros actos. Y al cruzar a la otra orilla nos ahogamos arrastrados por las voces que ya no oímos. ¡Qué delgada frontera abre y cierra nuestra vida!
(De La estación azul, recogido en La rosa inclinada (poesía 1976- 2001), Madrid, Calambur, 2001, pp. 253-254).Javier Lostalé.






lunes, 5 de febrero de 2007

El Violinista

El Director de la Orquesta Sinfónica ya había reclamado la atención de todos los profesores golpeando con su batuta en el atril. Solo la inoportuna tosecilla de algún acatarrado espectador turbaba el silencio mágico previo a que sonara el primer acorde.
El profesor Deousmouth, sujetaba el arco de su violín manteniendo la respiración mientras aguardaba impaciente el instante de dar la primera nota.

Desde que era niño había soñado con ese momento. Los miles de horas de estudio, la gran cantidad de días de sacrificio y dedicación para mejorar en su profesión, por fin tenían la compensación merecida, porque hoy debutaba como solista en la orquesta de sus sueños.

En esos segundos de espera interminable, le venían a la cabeza las primeras clases de música cuando todavía era un niño, y recordaba con qué sacrificio tenía que aguantar al exigente profesor, que por cierto dudaba de su talento, mientras sus compañeros jugaban tranquilamente en el patio del colegio. También se acordó de cuando le regalaron su, desde entonces, inseparable violín. Y de los reproches y comentarios inoportunos de su familia y amigos, recriminándole por haber elegido una profesión demasiado sacrificada y poco rentable, además de poner en duda sus aptitudes como violinista.

Pero su afición por la música y su determinación por llegar a ser un gran intérprete pudieron con todas las dificultades, que no fueron pocas, sobre todo en los años que estuvo en el extranjero donde pasó muchas privaciones e incluso tuvo que trabajar en un circo ambulante para poder comer.

Pero había llegado el momento de demostrar lo equivocados que estaban todos sus detractores. A partir de hoy empezaría a estar cotizado en el mundo de la música y su prestigio a la altura que se merecía. Iba a salir de la miseria y demostrar a todo el mundo que su sacrificio había merecido la pena. El día grande había llegado.

Pronto sus notas aterciopeladas recorrieron cada rincón del gran teatro y cada rincón de cientos de almas sedientas de música. El, el Profesor Deousmouth, era capaz de transmitir emoción y belleza.

El concierto fue brillante. El Director de la orquesta saludó una y otra vez al público, se volvió hacia el radiante solista, Profesor Deousmouth, para felicitarle efusivamente por su interpretación. Después, mandó ponerse en pié a toda la orquesta para recoger los interminables y emocionados aplausos del respetable. Luego se hizo el silencio y la penumbra invadió la sala. El concierto había terminado.

"Ha sido un gran concierto, pero tengo que ir pensando en comprarle cuerdas a mi violín y reanudar mis clases de música, porque como algún día, alguien se dé cuenta de que soy ventrílocuo y que hago el ruido con la boca se va a armar la "marimorena"... es que yo quiero ser violinista, caramba...", pensaba el Profesor Deousmouth, mientras guardaba cuidadosamente su querido violín en el reluciente estuche.

M.A. Benjamín









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