lunes, 29 de mayo de 2006

Escritura para guitarra y deudas



Hay tres cosas en la vida
que cuando se van
jamás regresan:
El tiempo,
las palabras
y las oportunidades.

Escritura para guitarra y deudas

Esto de escribir es una cosa sedentaria en la que uno se enfrenta a la soledad de la gramática con un café, un cigarrillo, algunos recuerdos y la sensación de que lo mejor que puede ocurrir con su columna es que el pescadero envuelva con ella los mejores desperdicios de la tienda. De joven me parecía que los escritores eran unos señores extravagantes y misteriosos que te-nían siempre a mano una frase original con la que llamar la atención en los círculos sociales y que con un poco de suerte algunos incluso se podían permitir una vida cómoda y sin privaciones, recorriendo mundo y pagando holgadamente con su autógrafo la cuenta del hotel. Con el tiempo llegó el desengaño, que es un sentimiento que de paso que te enriquece el alma, te arruga descaradamente el rostro. De la escritura viven desahogadamente unos cuantos y el resto van tirando como buenamente pueden mientras haya alguien que les publique sus artículos en un periódico a cuyos lectores lo que verdaderamente les importa es que por el precio del ejemplar les regalen una camiseta, cien gramos de pistachos o una funda dental. En los bares de copas el escritor brilla de manera esporádica y circunstancial y deja de hacerlo cuando sus frases resultan menos interesantes que el ruido y sobre todo porque hay un momento de la alta madrugada en la que lo que cuenta no es lo bien que escribas, sino que sepas tocar el piano, la guitarra o los timbales, de modo que te vuelves a casa con la decepcionante sensación de que para triunfar en ciertos ambientes culturales, lo que cuenta no es el lenguaje o la sintaxis, muchacho, sino que sepas tocar las maracas. Has estado perdiendo el tiempo sentado frente al teclado mientras te engordaban las dioptrías, la saliva y las piernas. "Será mejor que desistas de la literatura y salgas de paseo para rebajar peso, amigo", te recomiendan. Conozco a un escritor que renunció a sus aspiraciones literarias para no seguir engordando. Salió durante dos meses de caminata con la excusa social de pasear al perro. De regreso a la báscula comprobó que sólo había perdido peso al suprimir la ropa de invierno y que quien de verdad había adelgazado era el jodido perro, que pesaba menos que la correa... Entonces claudicó y regresó a la ingrata faena de escribir, que es un hábito tan solitario como la masturbación, aunque no tan húmedo, y por lo general, menos divertido. Hay escritores que tienen la desgracia de engordar y la responsabilidad añadida de que escriben una prosa tan gruesa, que, por leerla sentados, incluso le engordan los lectores. En el caso de Antonio Gala, como es un dulce escritor como de confitería, sus lectores lo que cogen es azúcar en sangre. Ni que decir tiene que en el caso de Sánchez Dragó, algunos de sus textos más profundos son perfectos si te intriga descubrir por qué algunos editores no tienen reparo alguno en tirar su dinero editando cemento con un prólogo de plomo. En cambio hay que ver lo que le ocurrió a Oscar Wilde, un tipo carnal, lujurioso y rebosante de talento al que apartaron del éxito porque los puritanos ingleses no soportaban que escribiese como Dios un tipo con los vicios del Diablo, de modo que acabó en la prisión de Reading y de allí salió para el exilio y murió como un mendigo, con el culo lleno de semen y de pupas, como si se hubiese resignado a esperar la gloria sentado en el regazo de un mulo excitado, después de haber comprobado en su propia carne, maldita sea, que el de escribir es un hermoso trabajo en el que puede ocurrir que te llegue el éxito a tiempo de que a tu viuda la quieran por el juvenil dinero de tu cadáver. Es distinto en mi caso. Ni tengo el talento de Oscar Wilde, ni comparto al pie de la letra sus vicios. Tal vez por eso me conformo con redactar cualquier cosa que no parezca escrita a guitarra en la tez de una pandereta. Así son las cosas, muchacho. Tengo sentido de la realidad. Por eso no aspiro a que en mi funeral alguien se levante a recitar un verso de Whithman; me conformo con que mi barman no cometa la desfachatez de leer mis facturas sin citar al autor...

Jose Luis Alvite

1 comentario:

indah dijo...

No sabe José Luis Alvite cuánto (y cómo) le envido :) Supongo que no le importará en absoluto, en realidad a mí tampoco, a pesar de todo disfruto mucho leyéndolo.

Gracias Joshua, siempre es un regalo.

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